Éste es un cuento popular que contaba mi abuela a mi madre y mi tía, así como a mis hermanas y a mí, pero el tiempo y la edad han ido diluyendo nuestras memorias y ninguna de nosotras recuerda ahora cómo nos contaba ella este cuento, así que, lamentablemente, no puedo poner aquí su versión de en mis propias palabras y me he visto obligada a tirar de bibliografía. Como es un cuento precioso, cargado de aventura, magia y esos valores con olor a antiguo que tanto me gustan, dejo a continuación una versión publicada en www.fundacionlengua.com.
En un hermoso
pueblo al lado del mar vivía un pescador con su mujer. Eran ya mayores y no
tenían hijos. Sólo se tenían el uno al otro.
Todas las
mañanas, muy temprano, el hombre salía de su casa para ir a pescar. Un día,
cuando llegó al mar, se montó en su pequeño barco y se alejó unos metros de la
playa. Lanzó la red al agua y al sacarla, vio que un pez muy grande se había
quedado atrapado en ella. Lanzó la red al agua y al sacarla, vio que un pez muy
grande se había quedado atrapado en ella. Cuando vio al pescador, el pez
asustado le dijo:
- ¡No me lleves a
tu casa, por favor! ¡Devuélveme otra vez al agua!
Y el pescador le
respondió:
- Lo siento, pero
no puedo devolverte al agua. Mi mujer y yo no tenemos dinero para comprar
comida y lo único que podemos comer es lo que pesco cada día.
- De acuerdo –contestó el pez-. Puedes
llevarme a tu casa, pero cuando terminéis de comer, tienes que recoger todas
las espinas menos dos y guardarlas bien durante quince días. Entonces irás al
lugar en el que hayas guardado las espinas y encontrarás a dos niños que
deberás cuidar como si fueran hijos tuyos. Para protegerlos, cuélgales las
otras dos espinas al cuello, y así nunca podrá pasarles nada malo.
El pescador llevó el pez hasta su casa y su
mujer preparó con él una maravillosa cena. Cuando terminaron de cenar, el
pescador recogió las espinas y las guardó detrás de unos árboles que había en
los alrededores. A los quince días, volvió a aquel lugar como había prometido
al pez y se encontró con dos bebés preciosos, tan iguales entre sí que parecían
uno solo. El pescador lleno de alegría llevó a los niños hasta su casa y allí,
su mujer y él los cuidaron como si fueran sus propios hijos. Los años fueron
pasando y los niños crecieron. Sus padres eran ya muy viejos y no podían
trabajar.
Una noche,
mientras el pescador y la mujer dormían, uno de los hermanos le dijo al otro:
- Esta noche
saldré de casa a buscar un lugar mejor para todos. Toma esta pequeña botella llena
de agua. Llévala siempre contigo. Si el agua cambia de color es porque algo
malo me ha sucedido, de modo que sal enseguida a buscarme.
El joven hermano se guardó un cuchillo para
protegerse de los peligros de la noche y salió de su casa en busca de un lugar
mejor en el que vivir con su familia. Anduvo durante muchos días a través de un
bosque sin encontrar nada hasta que una noche, mientras se preparaba para
descansar un poco, en medio de la oscuridad pudo distinguir unas luces en el
horizonte. ¿Qué podrían ser? Parecían casas. Sí, eran casas. Al fin había
llegado a algún lugar. Aunque estaba cansado, decidió llegar esa misma noche
hasta el pueblo. No había caminado unos minutos cuando se encontró con unos
leñadores que volvían a sus casas y les preguntó si sabían qué pueblo era el
que se veía desde ese lugar.
-Es un pueblo muy
rico – le explicó un leñador-, pero nadie puede entrar ni salir. Antes de
llegar hay en el bosque un monstruo de siete cabezas que controla la única
entrada del pueblo. Así protege al pueblo de todos los peligros, pero a cambio,
todos los años ese monstruo se lleva a la joven más guapa del pueblo, y este
año se llevará a la hija del rey, que ha prometido que si alguien mata al
monstruo antes de que se lleve a su hija, podrá casarse con ella.
El chico pensó durante unos instantes. Había
encontrado la solución a sus problemas. Se despidió de los leñadores y corrió
hacia la puerta del pueblo a buscar al monstruo de las siete cabezas. Cuando
faltaban unos metros para llegar a la entrada del pueblo, de entre la oscuridad
del bosque apareció un monstruo gigante con siete cabezas, que le atrapó con
sus garras, dispuesto a matarlo. El joven no podía hacer nada; el monstruo lo
tenía atrapado. Por un momento creyó que había perdido la lucha, pero de pronto
recordó algo que le había dicho su padre cuando era pequeño. Con mucho
esfuerzo, acercó una mano a su cuello y allí encontró la espina que le
protegería. Agarró la espina con fuerza y se la clavó al monstruo, que cayó al
suelo sin vida mientras daba un grito estremecedor. El muchacho, aunque estaba
agotado de la lucha, cortó las siete lenguas de las siete cabezas del monstruo
para llevárselas al rey y poder así casarse con su hija. Así que decidió andar
un poco más y buscar un lugar seguro para dormir hasta la mañana siguiente, en
que iría a ver al rey y llevarle las siete lenguas.
A la mañana
siguiente, el joven comenzó su camino hasta el castillo del rey. Cuando llegó a
las puertas del castillo recibió una gran sorpresa: no podía ver al rey porque
durante la noche, un leñador había matado al monstruo y le había llevado las
siete cabezas, y la boda entre la hija del rey y el leñador se estaba
celebrando en el castillo en ese momento. El joven no podía quedarse sin hacer
nada: tenía que ver al rey y contarle la verdad. Dio una vuelta alrededor del
castillo en busca de la sala en la que se estaba celebrando la boda y cuando la
localizó, trepó por el muro del castillo y de un salto, entró por una ventana.
- Arrestadle – dijo el rey.
- No majestad, espere – replicó el muchacho-.
La boda no puede celebrarse. El leñador es un farsante.
- Habla – ordenó
el rey.
El chico, tras
disculparse ante el rey por presentarse de ese modo, le contó la verdad: que él
había matado al monstruo. El rey no podía creer lo que el muchacho le contaba.
- ¿Cómo puedes
probar que lo que dices es cierto? – preguntó el rey.
- Anoche, yo
mismo maté al monstruo. Como prueba de que lo que digo es cierto traigo aquí
sus siete lenguas. Esto significa que yo lo maté antes de que el leñador con su
hacha cortase las cabezas del monstruo. Comprobad si las cabezas que trajo el
leñador tienen lengua o no.
El rey, tras ver
que lo que decía el chico era cierto, mandó expulsar del pueblo al leñador
inmediatamente y casó a su hija y al hijo del pescador ese mismo día, como
había prometido. Los recién casados disfrutaron del banquete y de una gran
fiesta. El chico estaba feliz. Ahora podría volver a su casa a buscar a su
familia para que vivieran todos en aquel maravilloso pueblo. La fiesta terminó
y la hija del rey acompañó al joven a su habitación. Cuando llegaron, el chico
se asomó a la ventana para respirar el aire fresco de aquel lugar y vio a lo
lejos un castillo rodeado de unas extrañas luces.
- ¿Qué es aquello? – preguntó a la hija del
rey.
- Es el castillo
de irás y no volverás – respondió la princesa-. Allí vive una vieja y malvada
hechicera. Todos los que van, desaparecen. Nadie sabe qué sucede, pero ninguno
de los que han ido a capturar a la bruja ha conseguido volver. Mi padre ha
prometido regalar el castillo y todas las tierras que lo rodean al que consiga
acabar con ella.
Entonces el chico
tuvo una idea. Esperó a que la princesa se quedara dormida y salió del castillo
en silencio. Se montó en el caballo más veloz del rey y con una lanza se
dirigió a toda prisa hacia el castillo de la bruja. Cuando llegó, vio a cientos
de hombres tumbados en el suelo sumidos en un profundo sueño.Mientras los
intentaba despertar para que le ayudaran a acabar con la bruja, ésta, desde una
ventana, le lanzó su poderoso polvo del sueño y se quedó dormido junto a los
demás.
En ese momento,
su hermano, que nunca se había separado de la botella que le había dado cuando
se marchó, vio cómo el agua iba cambiando de color. Preocupado, salió de casa y
cruzó sin descanso el bosque durante varios días y varias noches hasta llegar
al pueblo. Era ya muy tarde cuando la princesa, que estaba asomada a la ventana
de la habitación para ver si volvía su amado, vio llegar al hermano cansado del
viaje. Bajó a buscarlo creyendo que era su amado, pues los dos se parecían
mucho.
- Te he echado
mucho de menos – dijo la princesa-. ¿Dónde has estado este tiempo?
Él, que no quería
preocupar a la princesa, le respondió:
- He ido a ayudar
a mi hermano porque estaba en problemas. La hija del rey, más tranquila,
acompañó al que creía su marido a la habitación. Al llegar a la ventana, el
hermano preguntó a la princesa:
- ¿Qué es aquel castillo que se ve desde aquí?
- Te dije que es
el castillo de irás y no volverás. No vayas, por favor, me da mucho miedo la
malvada hechicera que vive allí.
El chico
comprendió dónde podría estar su hermano. Cuando la princesa se durmió, salió
de la habitación en silencio, y corrió con un caballo hasta el castillo de la
bruja.
Al llegar, vio a su hermano dormido en el
suelo. Se bajó del caballo para despertarlo, pero mientras lo intentaba, la
bruja, que vigilaba todo desde una ventana, le lanzó su poderoso polvo del
sueño. Algo iba mal para la bruja: el chico no se dormía. Le lanzó más y más
polvo pero no tenía efecto. Entonces, la bruja completamente encolerizada se
lanzó desde la ventana hacia el joven y agarró con sus feas manos el cuello del
chico para acabar con su vida. Él sentía que ya no tenía aire e intentaba
quitar las manos de la bruja de su cuello, cuando, de pronto, tocó la espina
que llevaba colgada y recordó las palabras de su padre. Con fuerza, clavó la
espina en una mano de la bruja, que se quedó paralizada. Después, en un
segundo, su horrible figura se convirtió en un humo negro, desapareciendo así
para siempre.
El sol empezaba a
salir y todos los hombres que estaban dormidos alrededor del castillo de la
bruja empezaron a despertarse. Cuando todos se despertaron, dieron las gracias
al nuevo héroe por salvarles del hechizo de la bruja y lo llevaron a hombros
hasta el castillo del rey. Allí, el rey y la princesa salieron a recibirlos. La
princesa, al ver que su amado no era uno, sino dos, y que además venían
acompañados de todos los valientes que intentaron desde hace años acabar con la
bruja, pidió una explicación. Los dos hermanos le contaron toda la historia, y
el rey, muy contento por el valor que había mostrado el muchacho al haber
derrotado a la bruja, mandó ir a buscar a sus padres y les regaló, como había
prometido, el castillo para que vivieran tranquilos el resto de su vida.
El hijo que se había casado con la princesa vivió
feliz junto a ella, y muchos años después se convertiría en el rey del lugar.
El nuevo rey tendría siempre como consejero a su hermano, del que nunca
volvería a separarse.