Dedicado a los cuentos de antes y a los de ahora, a los de toda la vida, a los cuentos de mi abuela, de mi madre, de mis hermanas, a los cuentos que nos han hecho como somos y que han llenado nuestra infancia de fantasía.

jueves, 29 de enero de 2015

El Castillo de Irás y No Volverás

Éste es un cuento popular que contaba mi abuela a mi madre y mi tía, así como a mis hermanas y a mí, pero el tiempo y la edad han ido diluyendo nuestras memorias y ninguna de nosotras recuerda ahora cómo nos contaba ella este cuento, así que, lamentablemente, no puedo poner aquí su versión de en mis propias palabras y me he visto obligada a tirar de bibliografía. Como es un cuento precioso, cargado de aventura, magia y esos valores con olor a antiguo que tanto me gustan, dejo a continuación una versión publicada en www.fundacionlengua.com.

En un hermoso pueblo al lado del mar vivía un pescador con su mujer. Eran ya mayores y no tenían hijos. Sólo se tenían el uno al otro.
Todas las mañanas, muy temprano, el hombre salía de su casa para ir a pescar. Un día, cuando llegó al mar, se montó en su pequeño barco y se alejó unos metros de la playa. Lanzó la red al agua y al sacarla, vio que un pez muy grande se había quedado atrapado en ella. Lanzó la red al agua y al sacarla, vio que un pez muy grande se había quedado atrapado en ella. Cuando vio al pescador, el pez asustado le dijo:
- ¡No me lleves a tu casa, por favor! ¡Devuélveme otra vez al agua!
Y el pescador le respondió:
- Lo siento, pero no puedo devolverte al agua. Mi mujer y yo no tenemos dinero para comprar comida y lo único que podemos comer es lo que pesco cada día.
 - De acuerdo –contestó el pez-. Puedes llevarme a tu casa, pero cuando terminéis de comer, tienes que recoger todas las espinas menos dos y guardarlas bien durante quince días. Entonces irás al lugar en el que hayas guardado las espinas y encontrarás a dos niños que deberás cuidar como si fueran hijos tuyos. Para protegerlos, cuélgales las otras dos espinas al cuello, y así nunca podrá pasarles nada malo.
 El pescador llevó el pez hasta su casa y su mujer preparó con él una maravillosa cena. Cuando terminaron de cenar, el pescador recogió las espinas y las guardó detrás de unos árboles que había en los alrededores. A los quince días, volvió a aquel lugar como había prometido al pez y se encontró con dos bebés preciosos, tan iguales entre sí que parecían uno solo. El pescador lleno de alegría llevó a los niños hasta su casa y allí, su mujer y él los cuidaron como si fueran sus propios hijos. Los años fueron pasando y los niños crecieron. Sus padres eran ya muy viejos y no podían trabajar.
Una noche, mientras el pescador y la mujer dormían, uno de los hermanos le dijo al otro:
- Esta noche saldré de casa a buscar un lugar mejor para todos. Toma esta pequeña botella llena de agua. Llévala siempre contigo. Si el agua cambia de color es porque algo malo me ha sucedido, de modo que sal enseguida a buscarme.
 El joven hermano se guardó un cuchillo para protegerse de los peligros de la noche y salió de su casa en busca de un lugar mejor en el que vivir con su familia. Anduvo durante muchos días a través de un bosque sin encontrar nada hasta que una noche, mientras se preparaba para descansar un poco, en medio de la oscuridad pudo distinguir unas luces en el horizonte. ¿Qué podrían ser? Parecían casas. Sí, eran casas. Al fin había llegado a algún lugar. Aunque estaba cansado, decidió llegar esa misma noche hasta el pueblo. No había caminado unos minutos cuando se encontró con unos leñadores que volvían a sus casas y les preguntó si sabían qué pueblo era el que se veía desde ese lugar.
-Es un pueblo muy rico – le explicó un leñador-, pero nadie puede entrar ni salir. Antes de llegar hay en el bosque un monstruo de siete cabezas que controla la única entrada del pueblo. Así protege al pueblo de todos los peligros, pero a cambio, todos los años ese monstruo se lleva a la joven más guapa del pueblo, y este año se llevará a la hija del rey, que ha prometido que si alguien mata al monstruo antes de que se lleve a su hija, podrá casarse con ella.
 El chico pensó durante unos instantes. Había encontrado la solución a sus problemas. Se despidió de los leñadores y corrió hacia la puerta del pueblo a buscar al monstruo de las siete cabezas. Cuando faltaban unos metros para llegar a la entrada del pueblo, de entre la oscuridad del bosque apareció un monstruo gigante con siete cabezas, que le atrapó con sus garras, dispuesto a matarlo. El joven no podía hacer nada; el monstruo lo tenía atrapado. Por un momento creyó que había perdido la lucha, pero de pronto recordó algo que le había dicho su padre cuando era pequeño. Con mucho esfuerzo, acercó una mano a su cuello y allí encontró la espina que le protegería. Agarró la espina con fuerza y se la clavó al monstruo, que cayó al suelo sin vida mientras daba un grito estremecedor. El muchacho, aunque estaba agotado de la lucha, cortó las siete lenguas de las siete cabezas del monstruo para llevárselas al rey y poder así casarse con su hija. Así que decidió andar un poco más y buscar un lugar seguro para dormir hasta la mañana siguiente, en que iría a ver al rey y llevarle las siete lenguas.
A la mañana siguiente, el joven comenzó su camino hasta el castillo del rey. Cuando llegó a las puertas del castillo recibió una gran sorpresa: no podía ver al rey porque durante la noche, un leñador había matado al monstruo y le había llevado las siete cabezas, y la boda entre la hija del rey y el leñador se estaba celebrando en el castillo en ese momento. El joven no podía quedarse sin hacer nada: tenía que ver al rey y contarle la verdad. Dio una vuelta alrededor del castillo en busca de la sala en la que se estaba celebrando la boda y cuando la localizó, trepó por el muro del castillo y de un salto, entró por una ventana.
 - Arrestadle – dijo el rey.
 - No majestad, espere – replicó el muchacho-. La boda no puede celebrarse. El leñador es un farsante.
- Habla – ordenó el rey.
El chico, tras disculparse ante el rey por presentarse de ese modo, le contó la verdad: que él había matado al monstruo. El rey no podía creer lo que el muchacho le contaba.
- ¿Cómo puedes probar que lo que dices es cierto? – preguntó el rey.
- Anoche, yo mismo maté al monstruo. Como prueba de que lo que digo es cierto traigo aquí sus siete lenguas. Esto significa que yo lo maté antes de que el leñador con su hacha cortase las cabezas del monstruo. Comprobad si las cabezas que trajo el leñador tienen lengua o no.
El rey, tras ver que lo que decía el chico era cierto, mandó expulsar del pueblo al leñador inmediatamente y casó a su hija y al hijo del pescador ese mismo día, como había prometido. Los recién casados disfrutaron del banquete y de una gran fiesta. El chico estaba feliz. Ahora podría volver a su casa a buscar a su familia para que vivieran todos en aquel maravilloso pueblo. La fiesta terminó y la hija del rey acompañó al joven a su habitación. Cuando llegaron, el chico se asomó a la ventana para respirar el aire fresco de aquel lugar y vio a lo lejos un castillo rodeado de unas extrañas luces.
 - ¿Qué es aquello? – preguntó a la hija del rey.
- Es el castillo de irás y no volverás – respondió la princesa-. Allí vive una vieja y malvada hechicera. Todos los que van, desaparecen. Nadie sabe qué sucede, pero ninguno de los que han ido a capturar a la bruja ha conseguido volver. Mi padre ha prometido regalar el castillo y todas las tierras que lo rodean al que consiga acabar con ella.
Entonces el chico tuvo una idea. Esperó a que la princesa se quedara dormida y salió del castillo en silencio. Se montó en el caballo más veloz del rey y con una lanza se dirigió a toda prisa hacia el castillo de la bruja. Cuando llegó, vio a cientos de hombres tumbados en el suelo sumidos en un profundo sueño.Mientras los intentaba despertar para que le ayudaran a acabar con la bruja, ésta, desde una ventana, le lanzó su poderoso polvo del sueño y se quedó dormido junto a los demás.
En ese momento, su hermano, que nunca se había separado de la botella que le había dado cuando se marchó, vio cómo el agua iba cambiando de color. Preocupado, salió de casa y cruzó sin descanso el bosque durante varios días y varias noches hasta llegar al pueblo. Era ya muy tarde cuando la princesa, que estaba asomada a la ventana de la habitación para ver si volvía su amado, vio llegar al hermano cansado del viaje. Bajó a buscarlo creyendo que era su amado, pues los dos se parecían mucho.
- Te he echado mucho de menos – dijo la princesa-. ¿Dónde has estado este tiempo?
Él, que no quería preocupar a la princesa, le respondió:
- He ido a ayudar a mi hermano porque estaba en problemas. La hija del rey, más tranquila, acompañó al que creía su marido a la habitación. Al llegar a la ventana, el hermano preguntó a la princesa:
 - ¿Qué es aquel castillo que se ve desde aquí?
- Te dije que es el castillo de irás y no volverás. No vayas, por favor, me da mucho miedo la malvada hechicera que vive allí.
El chico comprendió dónde podría estar su hermano. Cuando la princesa se durmió, salió de la habitación en silencio, y corrió con un caballo hasta el castillo de la bruja.
 Al llegar, vio a su hermano dormido en el suelo. Se bajó del caballo para despertarlo, pero mientras lo intentaba, la bruja, que vigilaba todo desde una ventana, le lanzó su poderoso polvo del sueño. Algo iba mal para la bruja: el chico no se dormía. Le lanzó más y más polvo pero no tenía efecto. Entonces, la bruja completamente encolerizada se lanzó desde la ventana hacia el joven y agarró con sus feas manos el cuello del chico para acabar con su vida. Él sentía que ya no tenía aire e intentaba quitar las manos de la bruja de su cuello, cuando, de pronto, tocó la espina que llevaba colgada y recordó las palabras de su padre. Con fuerza, clavó la espina en una mano de la bruja, que se quedó paralizada. Después, en un segundo, su horrible figura se convirtió en un humo negro, desapareciendo así para siempre.
El sol empezaba a salir y todos los hombres que estaban dormidos alrededor del castillo de la bruja empezaron a despertarse. Cuando todos se despertaron, dieron las gracias al nuevo héroe por salvarles del hechizo de la bruja y lo llevaron a hombros hasta el castillo del rey. Allí, el rey y la princesa salieron a recibirlos. La princesa, al ver que su amado no era uno, sino dos, y que además venían acompañados de todos los valientes que intentaron desde hace años acabar con la bruja, pidió una explicación. Los dos hermanos le contaron toda la historia, y el rey, muy contento por el valor que había mostrado el muchacho al haber derrotado a la bruja, mandó ir a buscar a sus padres y les regaló, como había prometido, el castillo para que vivieran tranquilos el resto de su vida.
El hijo que se había casado con la princesa vivió feliz junto a ella, y muchos años después se convertiría en el rey del lugar. El nuevo rey tendría siempre como consejero a su hermano, del que nunca volvería a separarse.

lunes, 7 de mayo de 2012

El huso y el pozo

Había una vez un hombre viudo que tenía una hija preciosa de unos doce o trece años. El hombre se había casado con otra viuda que tenía también una niña de la misma edad. Mientras que la hija del hombre era siempre buena, educada, humilde y obediente, la hija de la mujer era envidiosa, malcriada, soberbia y contestona.
Todos los días, la hija del viudo bajaba a hilar junto al pozo en el jardín con su huso de madera.
Estando hilando una tarde cualquiera, quiso la mala suerte que su huso cayera al pozo y quedara en el fondo. La niña, triste y frustrada, lloraba y lloraba sin consuelo, hasta que una anciana que pasaba cerca de la casa entró al jardín y se acercó a ella:
- ¿Por qué lloras, niña?
- Se me ha caído mi huso al pozo- replicó la chiquilla.
- No te preocupes - la tranquilizó la anciana- ve hasta el fondo del jardín y encontrarás una puerta, crúzala y sigue el sendero que verás a continuación. A lo largo del camino, encontrarás muchos puestos de comida muy apetecible, pero no la comas ni la cojas. Sigue caminando y encontraras varios puestos de zumos y agua, pero no bebas nada. Continúa y más adelante verás algunos puestos de lanas y husos, pero no toques nada, pase lo que pase. Al final del camino, encontrarás por fin un manzano muy viejo y muy grande, siéntate junto a él y espera a que alguien venga a devolverte tu huso.
La chica, siguiendo las indicaciones de la anciana, cruzó la puerta al fondo del jardín y continuó por el camino al que conducía. Tras casi media hora de caminata, empezó a ver los puestos de comida de los que la anciana le había hablado.
- Toma unas naranjas, chiquilla ¡Están muy buenas!
- ¡Mejor come unos bollos de mantequilla. Mira qué ricos están! 
- Coge unos caramelos bonita, coge unos caramelos...
Todos le ofrecían sus productos, pero ella, tal y como le dijo la anciana, no comió nada.
Siguió caminando largo rato y al fin vio los puestos de zumos y agua. A pesar de la sed que tenía tras el largo paseo y de la insistencia de los tenderos, que le ofrecían sus ricos zumos de frutas y el agua más fresca de las montañas, ella no bebió.
Continuó hasta que vio los puestos de lanas y husos y allí se detuvo un momento a contemplarlos. Había unas lanas finísimas y unos husos preciosos y modernos.
- Toma este huso, pequeña, cógelo, te lo regalo - le ofreció una tendera.
- No puedo aceptarlo, señora, ya tengo uno, pero se lo agradezco.
- Anda mujer, no seas tonta. Seguro que éste que te doy yo es mucho más bonito que el tuyo. Mira, tócalo ¡qué calidad tiene esta madera!
- Gracias señora, pero no puedo. Que tenga un buen día.
Y sin más, siguió su camino.
Continuó caminando hasta que, finalmente, a un lado del camino, vio un manzano enorme cargadito de manzanas. Se sentó bajo el manzano y esperó. En un ratito, apareció la anciana que había conocido junto al pozo de su jardín.
- Lo has hecho muy bien, niña. Toma tu huso y vuelve a casa con tu padre, pero antes, descarga las ramas de este árbol que ya no pueden con tanto peso. Cuando llegues a tu casa, recibirás una agradable sorpresa.
- Gracias por todo, señora- Y la niña recogió tantas manzanas como pudo y emprendió su viaje de regreso a casa.
Durante el camino, una incesante lluvia se cebó sobre ella, pero no era una lluvia cualquiera, era oro que caía del cielo y se pegaba en sus ropas.
Cuando llegó a casa, su padre, su madrastra y su hermanastra, que habían estado preocupadísimos buscándola, salieron a recibirla. Al verla cubierta de oro, su madrastra le preguntó que había pasado y la niña le contó toda la historia. Pensando que su hija también podría sacar provecho, la envió al pozo a hilar.
- Ve mañana al pozo a hilar y tira el uso dentro. Cuando aparezca la vieja, haz exactamente lo mismo que ha hecho tu hermanastra.
Al día siguiente, la chiquilla tomó prestado el huso de su hermanastra y salió a hilar junto al pozo. Lo tiró dentro y, tal como le habían dicho, fingió que lloraba. Al momento, apareció la anciana como el día anterior y le dijo exactamente las mismas palabras que a la otra niña. Pero ésta no era tan obediente y sí mucho más caprichosa, así que cuando a lo largo del camino le ofrecieron frutas y bollos, los tomó, cuando más adelante le ofrecieron zumos y agua, los bebió, y cuando llegó a los puestos de las lanas, cogió el huso más bonito de todos y se lo llevó. Finalmente llegó al manzano, que volvía a estar repleto de manzanas, y se sentó bajo él a esperar. En esta ocasión también apareció la anciana y ofreciéndole el uso le dijo:
- Toma tu huso y vuelve a casa con tu padre, pero antes, descarga las ramas de este árbol que ya no pueden con tanto peso.
- Gracias por todo- dijo la niña, pero como recoger manzanas le parecía una tarea cansada y aburrida, se fue sin más.
Durante el camino de regreso, la pesada lluvia volvió. Pero esta vez no era oro lo que llovía, sino alquitrán.
Cuando llegó a casa, su madre, que se había pasado horas en el jardín esperando su regreso, se llevó una gran decepción al verla cubierta de negro.
- No has sido capaz de obedecer a la anciana- le dijo- Has recibido lo que merecías por tu desobediencia, tus caprichos y tu pereza.
- Tienes razón, madre- contestó la niña- a partir de hoy, me enmendaré y me esforzaré más de modo que, en el futuro, en lugar de escarmientos, merezca recompensas.
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

lunes, 23 de abril de 2012

El niño con el sol y la niña con la luna

Este cuento me lo contó mi abuela unas mil veces, pero como ella no sabía leer bien, lo contaba de memoria y cada vez que lo hacía tenía algo distinto. No sé si podré recordar todos los detalles y estoy segura de que no lo contaré ni con la mitad de arte que lo hacía ella, pero si le ponemos un poco de acento andaluz y mucha imaginación, podremos hacernos una idea de lo que era escucharlo de sus labios.



Éranse una vez, hace mucho tiempo, tres bonitas hermanas que vivían junto al palacio del rey y bordaban cada tarde en el jardín de su casa despreocupadamente. Las jóvenes se divertían charlando mientras hacían sus labores y se contaban las unas a las otras sus sueños y anhelos.
Una de esas tardes la hermana mayor soñaba despierta:
- Si el príncipe se casara conmigo, le cosería una camisa de un lino tan fino que cupiera en una cáscara de nuez...
- Eso no es nada - dijo la mediana - Si se casara conmigo, le cosería una camisa de una seda tan fina que cupiera en una cáscara de almendra...
- Si se casara conmigo el príncipe - dijo la pequeña - le daría dos hermosos hijos: un niño con el sol y una niña con la luna.
Quiso el destino que, en ese momento en que empezaron ellas a hablar, pasara el príncipe junto a la verja del jardín y, oyendo que hablaban de él, decidiera escuchar a escondidas la conversación de las jóvenes.
- ¡Pués contigo me he de casar! - dijo el príncipe a la más joven, conmovido por el hermoso regalo que la muchacha estaba dispuesta a ofrecerle.
Y así fue como el príncipe y la muchacha contrajeron matrimonio ante los celosos ojos de sus hermanas y bajo la atónita mirada del restos del reino.

Unos meses después la muchacha quedó encinta, pero el príncipe tuvo que marchar a la guerra para dirigir sus ejércitos contra un poderoso enemigo.
En contra de sus deseos, el príncipe no pudo volver a palacio antes del parto, y su mujer tuvo que dar a luz sólo con la ayuda de sus hermanas. Fue un parto difícil, pero finalmente, tras toda una noche, la joven alumbró mellizos, un hermoso niño y una preciosa niña, en cuyas frentes lucían un brillante sol y una pálida luna. Sus hermanas, cegadas por la envidia al ver que la menor de las tres había sido capaz de cumplir su promesa, vendaron las frentes de los pequeños, los metieron en un canasto de mimbre y los tiraron al río. A la madre la encerraron en la mazmorra más profunda del palacio, bajo un grifo que goteaba incesantemente sobre su cabeza, y escondieron la llave.
Un par de días después, hicieron llegar al príncipe una carta en la que le contaban que su mujer y sus hijos habían muerto durante un largo y difícil parto y que, debido a que el viaje de regreso a palacio iba a llevarle varios días, no podían esperarle para celebrar los funerales.
Así, el príncipe regresó desolado a su hogar para vivir con la única compañía de sus dos apenadas cuñadas.

Mientras tanto, a varios kilómetros del palacio, una pareja de molineros habían encontrado una enorme cesta a la orilla del río. Cuando abrieron la cesta y vieron lo que contenía, no podían creerselo:
- ¡Qué suerte la nuestra, amado mío! ¡Con el tiempo que llevamos intentando tener hijos, el cielo nos ha enviado este regalo!
- Ya sé lo mucho que deseas tener hijos, pero no podemos quedárnoslos, alguien los debe estar buscando.
- ¿Buscando? ¡Los han tirado al río! ¿De verdad crees que alguien puede tirar a un par de niños al río por error? Nos los quedaremos y los criaremos como nuestros hijos, y ni ellos ni nadie sabrá nunca la verdad.
Así que los molineros criaron a los niños como si fueran hijos suyos, asegurándose de que el sol y la luna que brillaban en sus frentes estuvieran siempre bien cubiertos. Cuando los pequeños fueron algo mayores, les contaron que nadie más llevaba marcas así y que la gente se asustaría de ellos si veían lo que ocultaban bajo sus vendas, así que los niños, siempre obedientes, nunca se las quitaban en público.

Cuando contaban con unos ocho años, estando un día los niños jugando solos en los alrededores del molino, quiso el destino que pasara por allí un cazador. Pero no se trataba de un cazador cualquiera, sino del príncipe, que ahora era el rey y que, sintiendo curiosidad por las vendas que lucían los pequeños, se acercó a ellos.
- ¿Qué os pasado, niños, para que tengáis ambos las frentes vendadas?
- Nada, señor. Son unas marcas de nacimiento que tan desagradables resultan a la vista que preferimos llevar escondidas - dijo la niña.
- Tengo interés en esas marcas. Por favor, mostrádmelas.
- No podemos, señor - dijo el niño - nuestros padres se enfadarían mucho con nosotros si se enteraran.
- Como vuestro rey, no os lo pido, os lo ordeno.
Los chiquillos, atemorizados ante semejante autoridad, se descubrieron la cabeza, y el rey, viendo el brillante sol y la pálida luna que lucían en la frente, supo de inmediato que se trataba de sus pequeños a los que creía muertos hacía ocho años.
Inmeditamente, buscó a los molineros y, agradeciéndoles profundamente que hubieran criado a sus hijos como propios, se llevó de vuelta a los niños a palacio.

Interrogó duramente a sus cuñadas, pero ellas siguieron afirmando que su esposa había muerto durante el parto y que no sabían nada de esos niños. Sin embargo, desde que los pequeños habían vuelto a palacio, un loro mágico que poseía el rey, repetía cada noche durante la cena: "¡No comáis, dádselo a vuestra madre, que tiene hambre! ¡No comáis, dádselo a vuestra madre que está encerrada!" Así que el rey hizo registrar todas las mazmorras de palacio hasta que, en la más profunda de ellas, encontraron a una mujer débil y escuálida, blanca como la nieve y doblada por los años en la celda.
Las cuñadas del rey fueron condenadas a pasar el resto de sus vidas encerradas por sus crímenes. Y él y su esposa pudieron criar felices a sus dos niños, visitados a menudo por la pareja de molineros que, poco a poco, se fueron convirtiendo en parte de la familia.
Y fueron felices y comieron perdices.